El día en que recibí mis poderes
estuvo a punto de ser el último día de mi vida, pero vamos por partes.
En aquella época, yo era policía.
Puedo asegurar que no lo era por vocación, ni por una antigua y absurda
tradición familiar. Era policía porque, sin tener que estudiar una carrera
durante años, era el trabajo que más se pagaba y en el que menos se curraba. Al
menos eso pensé antes de entrar.
Aquél día, después de seis meses de
dar la cara a diario por ricachonas desagradecidas, de enfrentarme a borrachos
con botellas rotas y de pelearme una y otra vez con conductores que se pasaban
las normas por el forro de las pelotas, me tocó la gran salida.
Hay policías que no la harán
jamás en toda su carrera, pero todos saben que cualquier día les puede tocar.
Es esa salida a la que nadie quiere asistir, ésa en la que las balas te rozan
las orejas y en la que las tuyas pueden alcanzar a cualquier inocente que esté
siendo usado como escudo.
En mi salida un grupo de
atracadores, tras ser perseguidos durante varias calles, estrellaron su coche
contra un autobús escolar. Los tres que quedaron vivos subieron a él, se
parapetaron dentro y sin dejar que sus armas se enfriasen, siguieron
disparando.
Y allí estaba yo, cagado de
miedo, empuñando un arma que sabía que no iba a tener cojones de disparar con
tanto inocente en juego, escuchando las balas impactar contra el coche que me
hacía de protección, viendo cómo compañeros más osados, o más tontos según se
mire, eran acribillados al asomar la cabeza.
Entonces la oí. Una niña gritó
pidiendo ayuda. Uno de los ladrones la arrastraba fuera del autobús para coger
un coche y seguir la huida. Creed lo que queráis, pero no fui capaz de salir
tras ella. Nadie lo hizo, no tras ver morir a todo el que había tratado de ser
un héroe.
Mientras lamentaba mi falta de
coraje, los otros atracadores salieron para meterse en el coche de su compañero
disparando al aire. Era mi día. Una de esas balas lanzadas al aire cayó
segundos después impactando en mi cuello, a escasos milímetros de la yugular.
En ese instante el tiempo se detuvo. Sin dolor, sin más balas sobrevolando mis
oídos... creí que había muerto.
Y vi la luz creyendo que era el
túnel que me llevaría al más allá. Pero aquella luz era distinta, yo no iba a
ella, sino que ella venía a mí. Cuando la tuve cerca, sentí calor y paz. Lo
siguiente que recuerdo es encontrarme volando tras el coche de los ladrones.
Sus balas se movían a cámara lenta con lo que las esquivaba con facilidad. Sin
saber cómo lo hice, ni por qué el poder vino a mí en ese momento, detuve el
vehículo. Con fuerza sobrehumana aplasté los cráneos de los ladrones y salvé a
la niña que se había desmayado.
Después de eso pasé meses
escondido. Encerrado en casa. Asustado. Tenía miedo de tocar algo y romperlo,
de echar a volar y no saber bajar de nuevo, hasta que un día vi en televisión a
la niña que había salvado. La vi hablar del superhéroe que la salvó y de cómo
le agradecía todo cuanto hizo por ella. Fue entonces cuando supe a lo que me
dedicaría el resto de mi vida.
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