Esta mañana algo en la rutina del
asilo ha cambiado, y es que Rebeca no ha venido a avisarme de que había
magdalenas. Hoy ha sido su ochenta y siete cumpleaños y como ya viene siendo
costumbre en ella, por un día ha amueblado su cabeza.
Como cada año, su mente se
recompone y se prepara para este día especial; el único día del año en que está
totalmente lúcida. Por un día, aparte de olvidarse de su obsesión por las
magdalenas, deja de lado sus locos bailes de salón en ropa interior en los que
abraza a un bailarín imaginario. Su mirada, siempre perdida en el espacio
infinito, era hoy clara y penetrante, decidida.
Hoy ha guardado en el armario su
bata llena de agujeros y se ha arreglado con un bonito vestido que mañana volverá
a guardar hasta el año que viene. También se ha recogido el pelo e incluso se
ha atrevido con un ligero maquillaje.
Todos la miraban hoy con ojos
distintos, con la alegría que ella misma les contagiaba, y es que durante un
día al año, Rebeca es la personificación de la alegría. Viéndola hoy,
cualquiera pensaría que es una anciana llena de vida y energía.
Durante las primeras horas de la
mañana ha ido arriba y abajo hablando con unos y otros, y tarareando canciones de
cuna mientras caminaba y siempre, con una sonrisa grabada en la cara. Más
tarde, después de comer, ha vuelto a arreglarse el pelo y a retocarse el
maquillaje, se ha puesto unas gotas de perfume y se ha sentado en una silla
mirando a través de la ventana.
Poco después ha llegado el motivo
de su reajuste mental; su hija ha venido a verla acompañada de sus dos nietas y
durante el resto de la tarde, Rebeca ha estado jugando y charlando con ellas.
Al anochecer han vuelto a casa,
dejando a Rebeca sola de nuevo, momento en que su mirada se ha llenado con el
brillo de las lágrimas contenidas. Poco a poco, conforme la luz en la calle se iba
extinguiendo, Rebeca iba perdiendo el brillo en sus ojos y reduciendo su
sonrisa.
Más tarde subió a su habitación,
se quitó el vestido, se desmaquilló y guardó el perfume en un cajón, y junto a
él, la alegría del día de su cumpleaños quedó guardada de nuevo en la cómoda de
su habitación, como si fuera un accesorio decorativo más.
Sé que mañana volverá a entrar en
mi habitación para avisarme de que hay magdalenas para desayunar y no puedo
dejar de preguntarme por qué. Por qué el ritmo de vida de unos apartan de otros
la medicina que tanto bien les hace. Por qué las visitas, los abrazos y la
compañía se sirve como si viniera en sobres mono dosis. Entonces siento asco y
me pregunto de nuevo si vale la pena salvar el mundo, o si por el contrario es
mejor dejar que estalle todo de golpe. En momentos como éste, entiendo a muchos
de los supervillanos a los que he detenido a lo largo de mi vida.
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