Leer antes de usar.

A todos aquellos que entran por primera vez debo decirles que, aunque la mayoría de las "aventuras" de Jubilated Man se pueden leer por separado debido a que son historias cortas, es recomendable comenzar desde el "día 1" e ir siguiendo el orden, pues es posible que en alguna historia se haga mención a hechos o personajes que podrían haber aparecido en "días" anteriores. También quiero aprovechar para advertir, que el lenguaje usado por nuestro personaje, podría no ser apto para sensibles y/o menores de edad. Sin más, les dejo con Jubilated Man. Disfruten cada domingo de una nueva página del diario.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Día diecinueve.

Hoy hemos tenido un día horrible. A primera hora ayudamos a desalojar un edificio en llamas, justo después saltó la alarma en una joyería cercana e interrumpimos un atraco.

Por la tarde nos topamos con una banda de narcotraficantes a la que, tras un tiroteo, logramos reducir y detener. Cuando la policía llegó al almacén en que se escondían, los narcos estaban atados y amordazados sobre una montaña de paquetes de cocaína.

El cansancio empezaba a hacer estragos en nuestros arrugados cuerpos, los brazos cada vez más pesados, las espaldas más cargadas, pero aún así salimos volando en cuanto nos llegó el aviso de que un loco estaba pegando tiros en el parque de atracciones.

Cuando llegamos allí, María se horrorizó por la matanza. Debían haber decenas de cuerpos ensangrentados en el suelo. Eran cuerpos de hombres, mujeres y niños. Aquel malnacido disparaba de forma indiscriminada a todo el que pasaba por delante de los cañones de sus armas. Furiosos, fuimos siguiendo el rastro de cadáveres hasta dar con él. El desgraciado iba cubierto con una armadura pesada como las que usan los artificieros y empuñaba dos armas automáticas con las que seguía acribillando a inocentes.

Sin pararnos a planear nada nos lanzamos al ataque. Pero el cansancio nos jugó una mala pasada. María hizo uso de su escudo electromagnético para esquivar las balas que nos estaba disparando aquel loco, hasta ahí bien; el problema fue que las balas que nosotros esquivamos gracias a la intervención de María, se desviaron y fueron a impactar contra un grupo de estudiantes que se escondía detrás de una caseta de feria.

Al darse cuenta, María cayó al suelo llorando desconsolada. La barrera que nos protegía cayó justo al tiempo en que el resto lográbamos acercarnos al criminal y, acto seguido, Julius le rompió la columna de un puñetazo dejándole completamente inmóvil de cabeza para abajo.

Después de esa intervención Ray desconectó la radio, recogimos a María y la llevamos de vuelta al asilo donde terminó de pasar el día encerrada en su habitación. El resto de nosotros nos quedamos en el salón, cada uno matando el tiempo a nuestra manera habitual, pero todos tratando de no pensar en lo que había pasado.

Ahora temo haberme equivocado con la idea de crear un grupo de héroes. Me asusta pensar que quizás no sean capaces de superarlo. Yo sé que tendré que vivir con ello los días que me queden de vida, otro peso más a la enorme mochila de cargas y responsabilidades que ya llevo encima. Pero ¿ellos? ¿Podrán ellos soportar ese enorme sentido de culpabilidad?

Tal vez sea buena idea sentarme a hablar con ellos uno a uno. Replantearles lo     que somos y a lo que nos enfrentamos, bueno y malo. Y darles la oportunidad de que, en caso de que no quieran seguir adelante, puedan abandonar antes de que algo pese sobre su conciencia. Algo que podría destruir todas sus creencias.


María debe ser la primera de mi lista, el problema será ser capaz de encontrar las palabras...

lunes, 27 de julio de 2015

Día dieciocho.

Esta tarde, estábamos en el salón jugando al dominó, cuando en la radio han anunciado que Robert Bradford se presentará a la alcaldía en las próximas elecciones. La reportera le hacía las preguntas a la vez que le atacaba con descaro, cosa que me hubiera importado bien poco de no ser porque sé quién es en realidad Bradford.

Hace cuarenta y tres años, la... señora Bradford, llamémosla así, vivía enganchada a un medicamento para según ella, perder unos kilitos. Dieta tras dieta, se quejaba una y otra vez de que no lograba quitarse la grasa de la barriga.

Nueve meses de dietas y ejercicios después dio a luz a su sobrepeso, una criatura de casi cinco kilos. La sorpresa sobrevino cuando, al limpiarle, descubrieron que no tenía sexo. No era niño, ni tampoco niña, era un ser asexuado carente por completo de cualquier vestigio de órganos reproductores. Tras diversas pruebas concluyeron que el sexo del bebé no había llegado a formarse en absoluto.

Sin saber si su pequeño bebé debería vestir de azul o de rosa y, culpando de ello a la empresa farmacéutica de las pastillas adelgazantes, la señora Bradford cayó en una obsesión indecisa de duda y rabia. Pasaba de cuestionarse todo lo referente a su bebé, a gritar de rabia despotricando contra la farmacéutica y sus conspiraciones para originar un mundo lleno de asexuados.

Entre la falta de luces que ya caracterizaba a la señora Bradford y sus crecientes crisis, no tardó mucho en volverse loca del todo. Creía cada vez más que el mundo conspiraba en contra de ella, y que unos seres del espacio exterior estaban dominando las grandes multinacionales para conquistar el planeta. En su mente enferma, su hijo era el primero de una serie de nacimientos que acabarían por reducir en número a la raza humana debido a la imposibilidad de reproducirse. Con esa idea en mente se dirigió, con su hijo de cuatro meses, hacia el puente de la calle Walter, plenamente decidida a arrojarlo al río.

Aquél día me encontraba sobrevolando la ciudad tratando de despejar mi mente, llevaba un día de perros después de haber atrapado a Slime Fast y a Ungüento, y como en otras ocasiones, lo único que me relajaba era volar de un lado a otro sin rumbo fijo.
Entonces la vi, con la cara desencajada mirando al vacío. Algo en sus ojos llamó mi atención, aquella mirada mezcla de horror, locura, desesperación y alivio, todo junto. Tras un instante que pareció eterno, medio hipnotizado por esa extraña mirada, oí algo caer al agua y todo cobró forma en mi cabeza.

Logré salvarle la vida a aquella pequeña criatura. Tener aquél bebé en mis brazos fue la sensación más próxima que tendré nunca, a la que debe sentir un padre cuando coge por primera vez a su hijo. Me marcó de tal manera que, durante años, seguí de cerca su evolución en casa de sus padres adoptivos. Le criaron con indiferencia a su sexo, dando prioridad a lo que su nuevo hijo sentía.


Me alegra enormemente ver que por fin ha encontrado su lugar en el mundo, sea cual sea.

domingo, 19 de julio de 2015

Día diecisiete.

Esta noche no hay pastillas que me ayuden a dormir. Cada vez que cierro los ojos, un sonido intermitente invade mi mente. Es un crujido, el de un cuello rompiéndose y que suena una y otra vez, y otra, y otra...

Cuando ya no soporto el dar otra vuelta más en la cama me levanto y voy a sentarme frente al ventanal del salón. Afuera, el sol comienza a despuntar trayendo un nuevo día.

De alguna forma extraña en el asilo todo es silencio, no se oye ni el volar de un mosquito, y todo este silencio no hace más que empeorar la sensación que noto dentro de mí. Es como un vacío, como un agujero que engulle lo que llevo dentro, destrozando mi alma. Es la culpabilidad, y tal vez arrepentimiento; pero sé que no hay vuelta atrás. Tal vez mis últimas decisiones no hayan sido las más adecuadas o las más correctas para vivir feliz y sin culpa, pero han sido las decisiones que alguien tenía que tomar. ¿O no?

No puedo dejar de darle vueltas a ello. Todos podemos ayudar, todos podemos salvar e incluso retener a alguien culpable de algo para que sea juzgado. Desde ese punto de vista, cualquiera puede ser un héroe. Pero ¿quién nos da la libertad de segar una vida? ¿Quién nos permite ser el verdugo?

El engranaje en mi cabeza sigue dando vueltas a lo mismo cuando de pronto, la luz del salón se enciende. Es Myriam que ya comienza la rutina del día. Sorprendida, se me acerca y me pregunta qué hago ahí sentado tan temprano. Miento diciéndole que he dormido demasiado y que necesitaba estirar las piernas un momento. Ella me sonríe y me dice que debe ir a despertar a los más perezosos porque "alguien tiene que hacerlo", y se marcha.

Alguien tiene que hacerlo. Siempre hay alguien que tiene que hacer lo que a los demás no nos gusta. Siempre hay alguien que tiene que hacer cosas que a todos molestan. Desde el que tiene que sacar la basura, hasta el que tiene que poner una inyección letal. Y todo se resume en una sola frase, tanto las cosas más tontas e insignificantes, como las más horribles: "alguien tiene que hacerlo".

¿Será así? Lo hice porque alguien tenía que hacerlo. Acabé con la vida de un ser vivo porque alguien tenía que hacerlo. Alguien tenía que hacerlo.

Todas estas dudas, toda esa cantinela repitiéndose una y otra vez en mi cabeza me llevan a un mismo punto. Alguien tiene que ser el malo. ¿Me ha tocado a mí ser ése tipo de malo? ¿O he sido yo mismo quien lo ha elegido?

Ray llega entonces con su silla y se coloca a mi lado. Me mira y me dice más con sólo una mirada de lo que podría haberme dicho con palabras. Sabe lo que está pasando en mi cabeza, me comprende, me apoya. Y simplemente se queda ahí sentado, a mi lado, viendo cómo termina de amanecer.


Pero ¿es eso lo que quiere transmitirme Ray, o es lo que yo quiero entender?

domingo, 12 de julio de 2015

Día dieciséis.

Esta tarde estábamos tomando el té viendo el programa de Ana Clavel: "amor de cartera" cuando, la alarma que Ray había conectado con la emisora de la policía empezó a pitar. A toda prisa nos reunimos en la habitación y pudimos oír que Infame había vuelto a escapar de prisión y estaba haciendo de las suyas por el centro de la ciudad.

Tras un largo vuelo desde la urbanización en la que está la residencia llegamos a la ciudad y enseguida vimos el desastre que estaba causando Infame. Tenía un edificio entero cubierto de moho negro y varias calles de los alrededores estaban infestadas de hongos. La policía intentaba entrar en la zona, pero el moho les atrapaba enseguida convirtiéndolos en setas gigantes.

Así era el modus operandi de Infame, uno de los más viejos supervillanos que aún seguía en activo. Se presentaba en cualquier lugar como un personajillo enclenque y asustadizo y, cuando lo creía oportuno, comenzaba a expulsar moho de su trasero. Eran... pedos mohosos. Éstos contaminaban todo el área cubriéndolo todo de un manto negro viscoso que, al entrar en contacto con cualquier ser vivo lo consumía, dejando en su lugar una asquerosa seta de podredumbre que lanzaba nuevas esporas que, a su vez, contaminarían zonas nuevas. Alguien, no recuerdo quien, inventó un sistema para retenerle como prisionero. Éste era capaz de filtrar lo que saliera del recto  para evitar cualquier tipo de escape de gas moho. Por lo visto, de algún modo Infame había logrado deshacerse del filtro escapando así de prisión por enésima vez.

Y allí estaba, dentro de la recepción de un hotel cinco estrellas soltando todo lo que llevaba dentro. Por otro lado, allí estábamos nosotros también. La Liga de los Jubilados lista para salvar al mundo.

En cuanto Ray preparó unas máscaras para aislarnos de las esporas entramos en acción. Y la verdad, no fue nada difícil acabar con Infame. Un puñetazo de los guantes machacacráneos de Julius le dejó fuera de combate. Una vez noqueado, Roberto echó a volar con su andador para volver poco después con el filtro antimoho que retendría a Infame. Tan sólo teníamos que introducir los veintisiete centímetros de filtro por... sí, por ahí. Todos nos miramos esperando quién sería el que daría un paso al frente. Nadie lo hizo, así que recordé lo que tantas veces hemos sufrido los que nos dedicábamos a salvar inocentes, los villanos siempre acaban volviendo.

Un ratero robará cuando tenga hambre, un pandillero matará cuando se vea acorralado, pero un villano convierte el crimen en su forma de vida. Un villano nunca cambia. Así que hice lo que tenía que hacer. Marqué la diferencia y le rompí el cuello. No más Infame. No más gas moho.


Al principio, todos me miraron extrañados pero tras una charla les recordé que ése era uno de nuestros principios. Una de las bases sobre las que creamos la Liga de los Jubilados. A diferencia del resto de héroes, nosotros no dejamos que el mal vuelva para vengarse. Todos parecen haberlo entendido bien, pero horas más tarde, mientras cenábamos viendo "Las medias largas" sentí que quizás ya no me miran como antes. Es como... como si desconfiaran de mí.

lunes, 6 de julio de 2015

Día quince.

Hoy estaba viendo las noticias y en una conexión con uno de los reporteros, éste ha empezado a preguntar a la gente su opinión sobre la Liga de los Jubilados. Había respuestas para todos los gustos, desde los que nos toman por locos, hasta los que declaran que ya era hora de que alguien volviera a poner a los delincuentes en su sitio. Cómo se ha llegado a esto es algo que aún me pregunto de vez en cuando.

En mis años de gloria, había superhéroes por todas partes, siempre a punto para salvarle el culo a alguien. Pero llegó un punto en que comenzó una especie de decadencia, éramos demasiados, supongo.

Todo comenzó a ir mal cuando unos cuantos quisieron usar sus poderes para hacer negocio, firmando contratos con empresas privadas para velar por sus intereses, o anunciando productos en televisión. Incluso hubo quien se atrevió con su propia marca de perfume, esencia de rayos.

En esa época, algunos villanos llegaron a cometer sus delitos a tan solo unos metros de donde se encontraban los súpers con total impunidad. Los anteriormente considerados héroes les dejaban hacer "porque ya no era su trabajo". Así, la sociedad comenzó a perder la confianza en nosotros. Nos convertimos en apestados, cuando algo malo ocurría, la culpa era nuestra por no hacer nada. Lo que la gente no sabía es que si los que seguíamos luchando desinteresadamente no hacíamos nada en alguna situación, era porque estábamos a kilómetros de allí solucionando otro problema.

Todo esto conllevó a que quienes quedaban dando la cara día a día sin más salario que el agradecimiento público, comenzaran a desanimarse. El desánimo les llevaba a actuar menos e incluso alguno llegó a colgar el hábito. Todo fue como una bola de nieve que se hacía más y más grande a medida que la situación empeoraba.

Luego vinieron las tensiones entre los súper grupos, tras lo que acabaron por echar el cierre. El mundo se quedó prácticamente sin héroes, y los que quedábamos éramos cada vez más viejos.

Conforme siguió pasando el tiempo, algunos perdimos nuestros poderes y tuvimos que abandonar la profesión. Otros se volvieron lentos y acabaron machacados por sus némesis. Y ahora, desgraciadamente, sólo quedan aquellos que de bien jóvenes quisieron seguir los pasos de algunos de nosotros. Sangre nueva que, por lo general sólo conoce la época de gloria súper heroica por las viejas historias que les han contado.

Esos chicos no lo hacen mal, pero con el mundo cada vez más corrompido, su trabajo se hace cada día más difícil. El problema ya no es la cantidad de villanos queriendo dominar el mundo, sino que la raza humana parece haber renegado a su propia humanidad. Ya nadie se ayuda, todo lo que hay es desconfianza entre unos y otros. Y egoísmo, mucho egoísmo.


Pero sé que tiene que haber algo más ahí fuera. Algo más que gente mirando su propio ombligo y, tarde o temprano la Liga de los Jubilados lo sacará a relucir, estoy convencido.

domingo, 28 de junio de 2015

Día catorce.

Hoy hemos salido a patrullar, hemos sobrevolado las calles cercanas al asilo y simplemente nos hemos limitado a disfrutar en la tranquila noche, de un vuelo placentero. Esa paz que nos invadía me ha traído a la memoria mis primeras noches volando.

Semanas después de adquirir mis poderes y, una vez tuve plena confianza en ellos, cogí como costumbre echar a volar en las noches más despejadas. Podéis imaginar por un momento que acabáis de aprender a volar, ¿no estaríais ansiosos por descubrir cómo es el mundo desde arriba? Yo lo estaba, y cada noche saciaba esa ansia con largas horas de vuelo incesante en las que recorría kilómetros y kilómetros.

Algunas veces volaba entre las nubes, admirando las ciudades diminutas a cientos de metros por debajo. Pero otras disfrutaba alcanzando altas velocidades y pasando entre los edificios haciendo slalom. La cuestión era gozar de la libertad que el estar ahí arriba me aportaba. Eran momentos únicos.

Ahora me pregunto qué habrán sentido hoy la Liga de los Jubilados, personas que tras tener una larga vida en que han vivido todo tipo de emociones, comienzan una nueva vida cargada de sorpresas. Supongo que en parte siento envidia, les envidio por lo que aún les queda por descubrir de sus nuevas habilidades, por tener la posibilidad de ir poniéndose a prueba cada día un poquito más, asimilando poco a poco las nuevas cosas de que son capaces.

Y es que en el fondo, el mejor momento de un superhéroe, es cuando descubre sus poderes. Cuando poco a poco va rompiendo esos límites que, como ser humano siempre había tenido impuestos. Lo que viene después está muy bien: reconocimiento, satisfacción al ver el agradecimiento de las personas... pero no es ni remotamente lo mismo. El subidón de adrenalina, el nudo en el estómago, el sudor frío, el miedo; todo un sinfín de emociones a las que poco a poco te vas acostumbrando a la vez que las vas dejando de sentir, llegando a hacer las cosas como algo natural cuando en realidad, lo que estás haciendo es lo más sorprendente que nadie podría imaginar.


Al final todo es una rutina, como preparar un café o conducir al trabajo, dejas de apreciar los pequeños placeres que te aporta lo que haces por el simple hecho de poder hacerlo habitualmente, y estoy seguro de que ahí es donde reside el fallo, y ya no hablo sólo de los súper poderes, sino de todo, del día a día, de las pequeñas cosas que un día nos llenan y que con el tiempo van dejando de llenarnos sencillamente porque nos parecen normales. Nos habituamos a que nos abracen y dejamos de sentir calor en ello... manda cojones que me tenga que dar cuenta de esto ahora que estoy en las últimas etapas de mi vida... ¡Pues que le jodan! Pienso marcar la diferencia. Pienso disfrutar hasta de los grumos que la cocinera deja en las sopas de los jueves, se acabó el menospreciar los pequeños actos. De esta forma, cuando me llegue la hora, podré levantar mi dedo corazón y decirle a la muerte: "¡Que te jodan, voy a disfrutar de esto incluso más que tú!".

domingo, 21 de junio de 2015

Día trece.

Esta mañana algo en la rutina del asilo ha cambiado, y es que Rebeca no ha venido a avisarme de que había magdalenas. Hoy ha sido su ochenta y siete cumpleaños y como ya viene siendo costumbre en ella, por un día ha amueblado su cabeza.

Como cada año, su mente se recompone y se prepara para este día especial; el único día del año en que está totalmente lúcida. Por un día, aparte de olvidarse de su obsesión por las magdalenas, deja de lado sus locos bailes de salón en ropa interior en los que abraza a un bailarín imaginario. Su mirada, siempre perdida en el espacio infinito, era hoy clara y penetrante, decidida.

Hoy ha guardado en el armario su bata llena de agujeros y se ha arreglado con un bonito vestido que mañana volverá a guardar hasta el año que viene. También se ha recogido el pelo e incluso se ha atrevido con un ligero maquillaje.

Todos la miraban hoy con ojos distintos, con la alegría que ella misma les contagiaba, y es que durante un día al año, Rebeca es la personificación de la alegría. Viéndola hoy, cualquiera pensaría que es una anciana llena de vida y energía.

Durante las primeras horas de la mañana ha ido arriba y abajo hablando con unos y otros, y tarareando canciones de cuna mientras caminaba y siempre, con una sonrisa grabada en la cara. Más tarde, después de comer, ha vuelto a arreglarse el pelo y a retocarse el maquillaje, se ha puesto unas gotas de perfume y se ha sentado en una silla mirando a través de la ventana.

Poco después ha llegado el motivo de su reajuste mental; su hija ha venido a verla acompañada de sus dos nietas y durante el resto de la tarde, Rebeca ha estado jugando y charlando con ellas.

Al anochecer han vuelto a casa, dejando a Rebeca sola de nuevo, momento en que su mirada se ha llenado con el brillo de las lágrimas contenidas. Poco a poco, conforme la luz en la calle se iba extinguiendo, Rebeca iba perdiendo el brillo en sus ojos y reduciendo su sonrisa.

Más tarde subió a su habitación, se quitó el vestido, se desmaquilló y guardó el perfume en un cajón, y junto a él, la alegría del día de su cumpleaños quedó guardada de nuevo en la cómoda de su habitación, como si fuera un accesorio decorativo más.


Sé que mañana volverá a entrar en mi habitación para avisarme de que hay magdalenas para desayunar y no puedo dejar de preguntarme por qué. Por qué el ritmo de vida de unos apartan de otros la medicina que tanto bien les hace. Por qué las visitas, los abrazos y la compañía se sirve como si viniera en sobres mono dosis. Entonces siento asco y me pregunto de nuevo si vale la pena salvar el mundo, o si por el contrario es mejor dejar que estalle todo de golpe. En momentos como éste, entiendo a muchos de los supervillanos a los que he detenido a lo largo de mi vida.